sábado, 31 de marzo de 2012

El Beso de la Noche

"Para continuar con el estudio de los elementos narratológicos (grados novenos), se propone continuar con  la saga de relatos de la obra del Doctor en Literatura, escritor, novelista, poeta y ensayista Pablo Montoya. En esta oportunidad se continúa con El Beso de la Noche, un cuento que además tiene el mismo nombre del libro.

Así, el tema de ciudad (Medellín), las diversas temáticas, algunas aberrantes, otras más cotidianas, fundamentan en esta obra un interés estético por hablar de lo mismo que han hablado muchos, pero desde la belleza y sutileza que la literatura permite evocar"

John Jairo Echavarría Cañas


El Beso de la Noche
Oscura madre
Tú que gravitas, tú que antecedes
Eugenio Montejo
Mario no era el único hijo. El otro, que vivía fuera de la ciudad, nunca los visitaba. Pero su colaboración económica llegaba cumplida. De él sólo sabían por ese gesto mensual. Mario constataba, en todo caso, que los lugares desde donde se remitía el dinero cambiaban con frecuencia. Suponían que Carlos trabajaba como comerciante. A veces pensaban que era uno de esos inmigrantes que iban de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, buscando algún empleo en el país del norte.

Mario pagaba, con el dinero de su hermano, los oficios de una sirvienta. Ella era de uno de los barrios montañosos del occidente. De la mañana al anochecer, y de lunes a sábado, permanecía en la casa donde hijo y madre convivían. Mario, suave en sus maneras, había sido explícito en lo que la sirvienta debía hacer. Lo principal era encargarse de su madre y satisfacerle cualquier capricho. Debía bañarla, vestirla, darle de comer. El resto del tiempo él se ocupaba de todo.

Habitaban una casa próxima al parque de Boston en Medellín. Era la herencia dejada por un padre que había desparecido sin dejar mayor rastro. En el cuarto, donde yacía paralizada la mujer, nacieron los hermanos. En las otras piezas, en el zaguán y el patio con el mango, crecieron los dos niños en medio de una suerte de estupor silencioso. Siempre vigilados por los ojos de una mujer que nunca cesó de maldecir al hombre que, sin ninguna explicación, se había esfumado de la tierra. El oficio de su padre consistió en vender máquinas de escribir Remington en pueblos de Antioquia. Una mudez magra, los ojos zarcos, el cabello rubio que peinaba hacia atrás con gomina fueron sus rasgos más ostensibles. Lo circundante parecía preocuparle poco, pero nunca manifestó desdén por la mujer y los hijos. Al contrario, mantenía una distante cortesía con ellos y se preocupaba de que vivieran con cierta comodidad. Sin embargo, un día, como si fuese parte de un destino prefigurado por las maneras mudas del hombre, se produjo la ruptura. El mayor daba los primeros pasos y Mario acababa de nacer, cuando el padre desapareció.

Atravesaron adolescencias disímiles. Carlos, más afecto a la calle y al trabajo. Desde esa edad, poseía un talento empírico que le permitió desenvolverse con pericia en las labores de la electricidad y la plomería. Mario, en cambio, se extravió en la timidez de un temperamento ausente que provenía del padre. Y, como si recibiera un mandato de la sangre, se adhirió a su madre con tenaz fidelidad. Mientras el uno surcaba Medellín en procura de dinero, el otro se dedicó a leer febrilmente, a conseguir libros, a escribir poemas ayudado por una de las Remington. Pues, como si se tratara también de un distintivo atávico que habría de corresponderle, una de las máquinas de escribir se había quedado varada en un rincón de la casa.

Un día Carlos avisó su partida. Se largó, aburrido de la ciudad y fastidiado por los jornales mezquinos. Durante años no se supo nada de su paradero. Alguien dijo que manejaba lanchas clandestinas en las costas de Urabá. Otro contó que limpiaba vidrios en los rascacielos de Panamá. Uno más dijo que había logrado coronar el hueco de la frontera mexicana. A veces Mario y su madre evocaban al aventurero con palabras que no manifestaban asomo de nostalgia. Con el tiempo se fue edificando entre ellos un tácito acuerdo. No era necesario divagar sobre alguien que parecía haber seguido las huellas del progenitor. Empero, cuando la madre cayó enferma, empezó a llegar el dinero con el cumplimiento que jamás habría de faltar.

La casa poseía tal amplitud que, así se cruzaran algunas palabras entre sus residentes, planeaba en sus ámbitos un silencio inquietante. Ese silencio se había tornado más espeso desde que la madre enfermó. Una parálisis sin señales previas la cimbró en la cama una mañana, y resultaron inútiles los esfuerzos para hacerla caminar. Primero fueron las piernas que se encogieron como si una orden implacable las hubiera conminado a la quietud. Al cabo de unos días, los brazos asumieron un perfil similar. Pasada la perplejidad, la mujer se hundió en el despecho. No demoró en forjarse un resentimiento contra su destino que ni las atenciones más solícitas de Mario hacían desaparecer. Pero ella reconocía que su hijo no sólo era su único consuelo, sino la eficaz posibilidad de apresurar el tiempo que le restaba. Y había instantes en que su aspereza daba paso a una ternura que Mario recibía con felicidad.

Con la sirvienta ella era pródiga en invectivas. Le decía a su hijo que la echara y no la torturara con ningún otro engendro. Que no había menester de nadie más y que los dos podían enfrentar solos, en la casa y separados del mundo, la única realidad que les correspondía. En estos momentos, Mario tomaba la mano inmóvil de su madre y la besaba. Pero ella incrementaba sus lamentaciones. Decía lo tosca que era la sirvienta cuando la cargaba para llevarla al baño. El agua con que la lavaba, insistía, era demasiado fría o demasiado caliente. Le atiborraba la boca con sopas saladas y carnes duras. Mario procuraba calmarla. Le acariciaba la frente, le secaba las lágrimas y aprovechaba para peinarle la abundante cabellera cubierta de vetas grises. Cuando comprendía que obraba el somnífero prescrito, la cubría con las cobijas e iba sintiendo una dicha secreta al saber que el cuerpo protegido del sereno también era suyo. Más tarde lo extrañaba el eco escuchado a través de los pasillos. No creía que fueran sus propios pasos que regresaban a la pieza donde escribía poemas en medio de montones desordenados de libros.

La sirvienta ejecutaba bien las labores. Era una mujer ajena a la imprudencia. Sus ademanes medrosos se fundían en un légamo generacional de seres que habían apurado sus vidas entre la estrechez material y la sumisión. Mario la trataba con una afabilidad lejana y le pedía paciencia con su madre. Intentaba, además, no estar junto a las dos para evitar los alegatos de la una y el sometimiento de la otra. Y acaso no se habría desprendido de su compañía tan rápido, si no hubiera llegado la carta donde Carlos anunciaba su regreso. Mario, la noche de ese sábado en que leyó el mensaje, abordó a la sirvienta en el zaguán. Le dijo que su madre y él se irían pronto de la casa. Ella exhaló un gesto de sorpresa. Su mirada no logró levantarse del suelo. Mario pagó un dinero de más como liquidación. Le agradeció tomándola de la mano. Le dijo, incluso, que era una mujer buena. La sirvienta se asustó no por las palabras. Se asustó por las manos de Mario que sudaban en medio del temblor. Después, estremecido por una exultación desalada, el hijo no pudo dormir. Recorrió de un lado a otro los lugares de la casa. Hacia la medianoche empezó a llover. El hombre se desnudó en su cuarto y salió al patio donde recitó sus poemas con voz ansiosa. Dejó que la lluvia limpiara los sedimentos de duda que aún conservaba. Al final, antes de irse a dormir, miró el cielo. Y se dijo que pronto él sería una sombra fundida en la oscuridad de otra.

Los domingos eran los mejores días. De los aposentos se desalojaba la tensión que las dos mujeres habían construido a lo largo de la semana. La casa parecía el remanso esperado para que se departiera algo que aún poseía el sabor de la felicidad. Mario preparaba un baño de yerbas aromáticas. Ponía a su madre con diligencia en la bañera. Luego le esparcía las aguas de la yerbabuena, el toronjil y el espliego con una totuma de perfecta redondez. Ayudado de una esponja tersa, le estregaba cada rincón del cuerpo. Las extremidades encogidas, los senos melancólicos, el pubis desaliñado. Enseguida la vestía con alguno de los trajes preferidos por los dos. Le hacía el desayuno y le daba de comer. Más tarde la llevaba en la silla de ruedas al patio. La situaba un rato aquí y otro rato allá para que degustara la evocación de las estancias queridas. Mario, a veces, ponía en el tocadiscos bambucos añejos que ella todavía amaba. Una sola vez la llevó al parque de Boston, creyendo que así la mujer podría respirar un poco los vestigios de sus actividades pretéritas. Pero ella se sintió atropellada por el barullo del mundo. Esa tarde, con sus nervios destrozados, pidió que no la volviera a sacar de la casa. Mario obedeció este deseo hasta el último día que vivieron juntos.

A la hora del almuerzo, junto al mango del patio, él armaba el asador. Extendía las carnes y ponía algunas papas y trozos de plátano maduro. Ubicaba a su madre entre las materas de begonias que hacía tiempo nadie atendía. Se trepaba al árbol en dos o tres movimientos. Cogía algunos mangos biches, los partía en pedazos y los comían con sal y limón. Algo se estremecía en Mario al ver que ella recibía el fruto destrozado y con la lengua le lamía sus dedos empapados de acidez. El tiempo, pasado el almuerzo, transcurría en medio de una modorra embriagante. Él escuchaba los cantos a las acacias, a los guaduales, a las tierras labrantías. Y, recostado en una de las mecedoras, con los ojos cerrados, dejaba que la mujer roncara el sopor de la tarde. Cuando la tarde declinaba, y del mango surgían veloces aleteos y cantos de insectos nocturnos, Mario le leía sus poemas.

Los versos nombraban el lazo que los unía. Este era una complicidad de amigos, el deseo de un par de amantes recién encontrados, la esperanza en el sufrimiento que compartían dos esposos remotos. Había un poema en el que aguas inmemoriales surgían de la tierra y bañaban a un hombre y a una mujer que se metamorfoseaban entre sí. En otro, una raíz solitaria crecía en el fondo de una cueva húmeda. Mario, ese sábado, al enterarse que Carlos regresaba, decidió reunir los poemas esenciales. Los guardó cuidadosamente en un sobre donde escribió con letras deformes el nombre de su hermano.

Las diligencias no fueron muchas. Mario se tomó unos pocos días para hacerlas. Cada movimiento lo ejecutó sospechando que, al regresar a la casa, podría encontrar a Carlos con su madre. Al rozar los pliegues de la carta, que llevaba en el bolsillo, se imaginaba las manos del otro cargando el cuerpo, y eso era suficiente para afianzar la determinación que madre e hijo habían tomado. En la librería, donde Mario trabajaba, aceptaron su renuncia. Vendió sus propios libros al precio que quisieran darle. Canceló las deudas que tenía con sus pocos amigos. Luego compró un vestido para su madre y un traje para él. Arrojó la máquina de escribir en uno de los basureros del parque. Y, después de informarse de la mejor manera, pagó para que le consiguieran el veneno.

La mujer dormía, bajo el somnífero, cuando él entró al cuarto. Con delicada precisión la despojó de su pijama. Reconoció una inesperada frescura en la frente mientras iba poniéndole el traje. Éste, tal como lo habían decidido los dos, era blanco y sus flores estampadas susurraban la vitalidad de antiguos festejos primaverales. Mario llevaba uno de igual color. Su pelo estaba peinado hacia atrás con gomina y se había rasurado el rostro. Cuando estuvieron listos, la intentó despertar. Pero ella, a pesar de los empujones y las suaves palmadas que Mario le daba, no pudo emerger de su adormecimiento. El hijo fue al patio, desprendió hojas del mango, tomó begonias y armó una corona que puso sobre el cabello gris.

Como lo habían planeado, Mario evocó a Dios. Ofreció a su oscura integridad lo que ellos significaban. En ese momento hubo un amago de despertar en la mujer. Abrió los ojos y lo miró. Quiso decirle algo, pero de nuevo su cuerpo se sumergió en el sueño. Su boca quedó ligeramente abierta y en uno de los labios se formó una gota de saliva. Mario se acercó y la tomó con la lengua. Luego le suministró la dosis del veneno. Esperó a que todo en ella fuera quietud. Verificó la progresiva ausencia de las pulsaciones. Acarició sus cabellos, se inclinó y le dio el último beso. Entonces con una advenediza tribulación, Mario apuró su dosis. Sintió pánico de morir y un horror todavía más hondo de seguir viviendo. En medio de veloces fluorescencias, de un abismo que se le abría por todas partes, creyó escuchar toques en la puerta de la calle. Tomó los poemas. Los regó sobre la cama y el piso donde quedaban algunos libros extraviados. Tuvo fuerzas para coger el sobre y meter en él su cabeza. Unos segundos después, él también fue besado por la oscuridad.

El beso de la noche es un cuento inédito que hace parte del libro homónimo.

Pablo Montoya Escritor colombiano. Autor de novela, ensayo, cuento y poesía. Es profesor de literatura y coordina el Doctorado en Literatura de la Universidad de Antioquia, Colombia.pablo_montoya_001

domingo, 18 de marzo de 2012

Literatura Colombiana: Breve recorrido


Los  elementos fundacionales de la literatura colombiana, evocan irremediablemente  los tiempos anteriores a la conquista, es así como hay una ambigüedad de parte de los teóricos a la hora de establecer cuáles fueron las primeras manifestaciones literarias en Colombia. La literatura colombiana, como manifestación de cultura es, tropical y diversa. La lucha constante de los legados español, indígena y negro, y la lucha misma en contra de manifestaciones exteriores, producen en Colombia la constante búsqueda por una voz nacional, aunque sería muy importante primero establecer la búsqueda del elemento fundacional que identifica al pueblo colombiano como  una nación. A continuación, entonces se establecerán algunos de los momentos más relevantes de la historia literaria colombiana.

Literatura indígena
La voz indígena, poblado original Colombia, es paradójicamente la que menos sobrevive. La violencia de los conquistadores y sus esfuerzos por imponer sus costumbres causaron la pérdida de textos legendarios. Algunos de los textos sobrevivientes:
Leyenda de Yurupary. y también carros Narración de origen amazónico, escrita por el indio José Roberto y traducida al italiano por el conde Ermanno Stradelli. Yurupary es un héroe mítico, conocido en Brasil y Colombia.

Literatura colonial
La Época de la Colonia o Época Hispánica estuvo influenciada culturalmente por lo religioso . Para aquel entonces, mediados del Siglo XIX, se empezaban a establecer los primeros asentamientos urbanos, alrededor de las instituciones gubernamentales españolas. El capital económico, político y cultural era propiedad de una pequeña élite, por lo cual la creación de textos literarios provenía en exclusiva de las clases altas.
Criollos, hijos de españoles nacidos en el Nuevo Reino de Granada, y algunos españoles inmigrantes escribieron libros de diversas materias: desde literatura edificante hasta libros de ciencia, desde oratoria hasta historia y literatura. La mayoría de estos libros se publicaron en diferentes partes de Europa, y unos pocos en Lima y México, ciudades que contaban con imprenta desde el siglo XIV.
Los intelectuales españoles y criollos se enfrentaron a un nuevo mundo listo para ser retratado, por eso las primeras manifestaciones literarias sirven mayormente como crónicas, donde se da cuenta de las tradiciones, los quehaceres cotidianos y los hechos heroicos del nuevo continente.
Se destacan:
Juan de Castellanos (Sevilla, 1522 - Tunja, 1607) Sacerdote español, residente en Tunja por más de cuarenta años, autor del más extenso poema jamás escrito en lengua española, las Elegías de Varones Ilustres de Indias.

Juan Rodríguez Freyle. (Bogotá, 1566 - 1642) Autor de la monumental obra crónica El Carnero. De familia acomodada, hizo estudios en el seminario pero no se recibió como sacerdote. Hizo parte de las guerras de pacificación indígena. En la etapa final de su vida se dedicó a la agricultura.
Hernando Domínguez Camargo (Bogotá, 1606 - Tunja, 1659), sacerdote jesuita y escritor. Influenciado notablemente por el gran poeta barroco Luis de Góngora y Argote, haría parte del llamado Barroco de Indias, en donde también se ubica a Sor Juana Inés de la Cruz. Sus obras más reconocidas son su relato épico Poema heroico de San Ignacio de Loyola (1966) y Ramillete de varias flores poéticas (1967).
Pedro de Solís y Valenzuela, autor de El desierto prodigioso y el prodigio de desierto, considerada la primera novela hispanoamericana.1 2
Francisco Álvarez de Velasco y Zorrilla (Bogotá, 1647 - Madrid, 1708) era hijo de un oidor neogranadino y de la hija de un oidor de Quito. Desde muy temprano recibió formación religiosa y ejerció la vida política. Su obra fue recogida en el libro Rhytmica Sacra, Moral y Laudatiria. Al contrario de Domínguez Camargo, era un gran admirador de Francisco de Quevedo y era reticente con respecto al gongorismo, con la excepción de Sor Juana Inés de la Cruz a quien le escribió desconociendo que había muerto. Velasco y Zorrilla asume el nuevo lenguaje americano -sus modismos- con orgullo, por lo que se ha ganado el reconocimiento como 'primer poeta americano'. También se le atribuye ser precursor del neoclasicismo. Se destaca su poema Vuelve a su quinta, ah friso, solo y viudo en donde relata el triste reencuentro del hombre viudo con su hogar y cómo la ausencia de su amada transforma el ambiente para el que llega y para los que están.
Francisca Josefa del Castillo (Tunja, 1671 - 1742). Religiosa tunjana, reconocida como una de las autoras místicas más destacadas de América Latina, llegando a ser comparada con sor Juana Inés de la Cruz.

Literatura de la Independencia
La Batalla de Boyacá selló la independencia de Colombia.
La literatura colombiana durante los convulsionados años de la Independencia, así como todas las antiguas colonias españolas en el continente, se vio influenciada por el ánimo político, lo que determinó el pensamiento y el estilo de los autores criollos.
La literatura colombiana no deja de ser heredera de la hispánica y aquel sabor independentista e inconforme ante el estado de cosas coincide a la vez con el romanticismo en boga que dominaría todo el siglo XIX en Colombia. El de la Independencia se ha considerado como un período de transición entre el Neoclásico y el Romanticismo. Es un Romanticismo incipiente donde aparece la glorificación de la naturaleza americana, la exaltación de la lucha por la libertad, el canto a los héroes, la expresión de sentimientos apasionados.
Se destacan:

José Celestino Mutis (Cádiz, 1732 - Bogotá, 1808). El sacerdote y científico español es bien conocido por sus estudios botánicos y sus dibujos de la flora americana. También hizo estudios lingüísticos sobre los idiomas indígenas nativos. Su obra más conocida es Flora de la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada : 1783-1816.
Francisco José de Caldas (Popayán, 1768 - Bogotá, 1816). Apodado El sabio por su erudición, escribió sobre la geografía del país.
Simón Bolívar (Caracas, 1783 - Santa Marta, 1830). El discurso político de entonces, liderado por el propio Libertador, marcaría fuertemente la vida literaria del país.
Antonio Nariño (Bogotá, 1765 - Villa de Leyva, 1823). Nariño representa al intelectual de la época, una figura fundamental en el naciente periodismo republicano, así como un importante actor político y militar. Su traducción de los derechos del hombre lo hizo ser castigado por el gobierno español.
Camilo Torres (Popayán, 1766 - Bogotá, 1816). Abogado, intelectual, político y prócer. Es famoso su Memorial de Agravios, un texto donde criticaba al gobierno español.
Durante este periodo se produjeron obras de teatro por dramaturgos como José María Salazar, José Miguel Montalvo, José Fernández Madrid, José Domínguez Roche.
Luis Vargas Tejada (Bogotá, 1802 - 1829). Fue fabulista, poeta, traductor y el más conocido dramaturgo de la época. Fue autor de varias obras como Sugamuxi, A mis Amigos, A mi lira, Recuerdo de Boyacá, La madre de Pausanias, Doraminta, Catón de Útica y la comedia Las convulsiones, representada en julio de 1828.
En la poesía, se produjeron versos satíricos, versos políticos, así como cantidad de versos en honor a la recién fundada patria.
José Joaquín Ortiz (Tunja, 1814 - Bogotá, 1892). Famoso por su poema "La bandera colombiana", escribe acerca de la patria, la naturaleza y los símbolos nacionales, entre otros.
La decisión unánime de los padres de la patria de proteger y promover el idioma español o castellano en el suelo nacional, evidencia la gran importancia que la época daba a la palabra. De allí que sea Colombia la primera nación hispanoamericana en fundar en 1871 la Academia Colombiana de la Lengua; Ecuador lo hará poco después en 1874 con la Academia Ecuatoriana de la Lengua y Venezuela en 1883 con la Academia Venezolana de la Lengua para completar el cuadro de las naciones neogranadinas e integrarse posteriormente en lo que hoy se conoce como la Asociación de Academias de la Lengua Española (Panamá conformará su propia Academia Panameña de la Lengua por obvias razones en 1923).

El costumbrismo
El mayor interés del costumbrismo era retratar la sociedad decimonónica colombiana (siglo XIX) en sus costumbres. Los costumbristas se ocuparon de señalar los rasgos generales de un pueblo a través de los personajes de sus relatos. En muchos casos, se asumió una postura crítica frente a la sociedad, pues constituye el retrato de los males de una sociedad por culpa del gamonalismo (caciquismo) y las guerras civiles. El costumbrismo no se puede separar completamente del romanticismo, ya que encontramos novelas con tramas románticas con toques naturalistas.
Algunos de los autores más importantes del periodo son:
José Eugenio Díaz Castro (Soacha, 1803 - Bogotá, 1865). Célebre por su novela Manuela, considerada en su época la novela nacional y una de las iniciadoras del género costumbrista en Colombia.
Jorge Isaacs (Santiago de Cali, 1837 - Ibagué, 1895). Su padre era un judío inglés procedente de Jamaica, que se instaló primero en el Chocó y después en Cali, donde se casó con la hija de un oficial de la Marina española. El padre fue propietario de la hacienda "El Paraíso", el escenario de la obra más importante del escritor, su novela María.
Eustaquio Palacios (Roldanillo, 1830 - 1898). Su obra más importante es El alférez real de corte histórico-romántico.
Luis Segundo de Silvestre (Bogotá, 1838 - 1887). Su novela Tránsito relata el encuentro de un joven de la capital, Andrés, y una campesina de la provincia, Tránsito.
Rafael Pombo (Bogotá, 1833 - 1912). Uno de los poetas románticos más importantes del continente, Pombo escribió fábulas célebres como El renacuajo paseador y La pobre viejecita.
Otras obras representativas de este movimiento son La marquesa de Yolombó de Tomás Carrasquilla, además de la extensa obra Reminiscencias de Santafé y Bogotá de José María Cordovez Moure.

El modernismo
El modernismo fue un movimiento literario que se desarrolló entre los años 1880-1910 a lo largo de Hispanoamérica que se caracterizó por una ambigua rebeldía creativa, un refinamiento narcisista y aristocrático, el culturalismo cosmopolita y una profunda renovación estética del lenguaje y la métrica.
José Asunción Silva (Bogotá, 1865 - Bogotá, 1896). Realizó su educación de forma autodidacta desde que abandonó los estudios en 1878. Viajó a París y vivió en Londres y en Suiza. Se suicidó tras el fracaso del negocio familiar y las consiguientes deudas, la muerte de su hermana y de su abuelo y la pérdida de gran parte de su obra en un naufragio. Lo más recordado de su obra son los Nocturnos.
José María Vargas Vila (Piedras, Tolima 1860 - Barcelona, 1933). Uno de los personajes más polémicos de principios del siglo XX en América, se caracterizó por sus ideales liberales radicales y la consecuente crítica contra el clero, las ideas conservadoras y la política imperialista de Estados Unidos.


Los nuevos
Los nuevos o los antiguos es un movimiento que contesta con la ironía, los vestigios del romanticismo y del costumbrismo precedente y que abriría las puertas al nuevo siglo, sobre todo en la década de los 20. El movimiento tiene por fundador al poeta antioqueño León de Greiff. Las características de este movimiento son: la negación del pasado, el amor por lo feo, la oscuridad, el romanticismo escondido, y el misterio, entre otras.

Piedra y cielo
El siglo XIX avanzaba en occidente al paso veloz de la industrialización, la literatura en Colombia como en Latinoamérica bien pronto se enriqueció con el surgir de movimientos que abrirían el abanico de las letras. De la década de los novísimos, se crea el célebre grupo de Piedra y cielo (1939) con personajes como Eduardo Carranza, J. Rojas, A. Camacho Ramírez, G. Valencia, C. Martín, T. Vargas Osorio y Daniel Samper. Rinde homenaje al poeta Juan Ramón Jiménez. Esta inspirado en la tradición clásica española, con voluntad de orden ante los excesos vanguardistas y creando el movimiento "piedracelista". Organizado como editorial, el grupo publicó los Cuadernos de Poesía de Piedra y Cielo.

El nadaísmo
El nadaísmo, fundado en los años 50 por Gonzalo Arango, fue un movimiento nacido de una época convulsa bajo la sombra de la dictadura militar de Gustavo Rojas Pinilla. Su nombre recuerda el nihilismo y el dadaísmo y entre sus precursores están Gonzalo Arango, Eduardo Escobar, Jaime Jaramillo Escobar, Jotamario Arbeláez, entre otros

La generación del boom
Todo ese camino literario en Colombia, así como en todo el mundo hispanoamericano, llevaría entonces a lo que hoy se conoce como el boom latinoamericano, del cual hizo parte el premio nobel de literatura de 1982 Gabriel García Márquez. Hace parte del llamado realismo mágico y del movimiento de la literatura latinoamericana.
Por el mismo tiempo aparece Andrés Caicedo, quien no sólo estaba distanciado geográficamente del boom, sino que sus obsesiones eran más cercanas a la cultura relacionada con el cine y el rock n' roll, retratando problemáticas sociales urbanas y juveniles.

Generación desencantada
En realidad esta generación agrupa una franja amplia y ambigua de escritores, poetas posteriores al nadaísmo que comenzaron a publicar hacia la década de 1970. Poetas como Giovanni Quessep,Harold Alvarado Tenorio, Juan Gustavo Cobo Borda, Elkin Restrepo, José Manuel Arango, Juan Manuel Roca entre muchos otros, han sido clasificados en ella, aunque son más las diferencias de estilo, temática e incluso de ideología las que los separan.

Generaciones recientes
Algunos escritores como Cristian Valencia, Alberto Salcedo Ramos y Jorge Enrique Botero, han hecho periodismo literario; el segundo con una biografía sobre Kid Pambelé y el tercero con los libros Últimas noticias de la guerra y Espérame en el cielo, capitán. Ambos son una suerte de herederos de Germán Castro Caycedo y el mejor periodismo latinoamericano. En cuanto a narrativa, destacan nombres como Rafael Chaparro Madiedo, autor de Opio en las Nubes, novela que se ha hecho célebre por sus personajes, su temática alusiva al rock y su narrativa fragmentada y experimental. Héctor Abad Faciolince, Santiago Gamboa, Juan Sebastián Cárdenas, Nahum Montt, Miguel Mendoza Luna, Sebastián Pineda Buitrago, Mauricio Loza, Ignacio Piedrahíta Arroyave, Sergio Álvarez, Efraín Medina Reyes, Antonio García, Juan Esteban Constain, Mario Mendoza, James Cañón, René Segura, Diego Fernando Montoya Serna, Ricardo Silva Romero, Juan Pablo Plata, Evelio Rosero Diago, Antonio Úngar, Laura Restrepo, Rubén Varona, Johann Rodríguez Bravo, William Ospina, Juan Diego Mejía, David Alberto Campos, Óscar Perdomo Gamboa, Yesid Morales, Antonio Iriarte, Esmir Garcés, Winston Morales, Antonieta Villamil y muchos otros.

Generaciones recientes en poesía
En las últimas décadas, Colombia ha producido un significativo número de poetas de importancia, de temáticas urbanas y antipoéticas. Entre ellos, brillan los nombres de Federico Meléndez, Andrea Cote, Lucia Estrada, Felipe García Quintero y Sergio Esteban Vélez, cuya obra poética ha sido reconocida internacionalmente, al igual que autores como Juan Darío Cárdenas, Carlos Patiño y Hernándo Urriago Benítez.

Literatura narco o de sicariesca
Durante los primeros años de la década del noventa del siglo XX empezó a aparecer la realidad de la violencia del narcotráfico en la literatura de la época. Títulos como La Lectora Sergio Álvarez de Rosario Tijeras de Jorge Franco y La Virgen de los Sicarios de Fernando Vallejo empezaron a retratar los nuevos miedos y obsesiones que el país había adquirido en esta etapa de la violencia. Las ciudades, a la vez que se convierten en escenario de esta violencia, se convierten en el escenario de estas tramas. Recientemente fueron publicadas obras como El ruido de las cosas al caer3 de Juan Gabriel Vásquez y 35 muertos4 Sergio Álvarez, que hacen una aproximación más extensa, por décadas, en las ficciones, del tema del narcotráfico y su afectación en la vida de los colombianos.


Referencias
Las Nieves la ciudad al otro lado, "El barrio de los oficios y los gremios" págs. 28-31.
 Orejuela, Héctor H., "El desierto prodigioso y prodigio del desierto de don Pedro de Solís y Valenzuela, primera novela hispanoamericana". Bogotá, Publicaciones del Instituto Caro y Cuervo 68, 1984.